Traté de advertirle, varias veces me puse en su camino a lo largo de la
semana. Un par de veces me tomó en sus manos y volvió a dejarme, agobiado
por el trabajo. Una vez me metió en el maletín para leerme en la hora del
almuerzo y ahí estuve tres días. Estaba ansioso cuando comenzó a leerme
¿Cuánto faltaba? ¿Unas horas? Los minutos en el tren me perecieron eternos
¡Olvídate de los preliminares! Quise gritarle ¡Sáltate al final! Muy lentamente
llego a las últimas páginas. En la alameda una sombra se movía entre los árboles,
sus pasos se perdían en la hierba seca y el murmullo del viento. La puerta de
entrada se abrió sin ruido mientras yo le decía que estaba solo en casa.
Primer escalón, vamos, apresúrate, ya está cerca, segundo
escalón, no hay tiempo ¡Vamos! Tercer
escalón, termina de leer rápido, el
mayordomo no está y ni siquiera el
perro acudirá a tus gritos, décimo
quinto escalón, la puerta se abre.
Las manos le tiemblan mientras
acaricia el terciopelo
verde ¡Vamos, huye! Pero no se
mueve, el frío del puñal ya se
siente en la garganta. Un
sonido seco se escucha
en el piso y un último
gemido sale de
su garganta.